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La sierra, de Luís Tejada

  • Foto del escritor: Catalina Suárez
    Catalina Suárez
  • 31 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 19 nov 2020


La ciudad se está despoblando sensiblemente. Como en todos los años, las gentes huyen ahora retirándose unas a los pueblos vecinos, escapando otras francamente a la montaña de este o de aquel lado del río. Es la época en que se siente una especie de hambre de tierra fría; a cada paso se encuentra quien le haga a uno la apología de la sierra, ponderando todos los encantos de la vida rústica y la paz sencilla y fuerte de los campos. En cambio, se cree conveniente y de buen gusto odiar un poco la ciudad; se la llama perversa y aburridora, hipócrita y compleja. Aquí ya no se puede vivir, dicen esos seres eglógicos; no hay nada como la Naturaleza libre y selvática, donde se esté en contacto con ella únicamente, lejos de las preocupaciones sociales y de este ruido urbano de transeúntes y de automóviles, de voceadores de periódicos, de impertinentes relojes públicos, de carretas chirriantes, de todo eso que bulle y runrunea constantemente en las calles y en las plazas, en las oficinas y en los almacenes, y que sólo sirve para excitar los nervios y ofuscar la cabeza. En el campo, al contrario, la existencia transcurre tranquila: se madruga, se va de caza por los montes perfumados, se bebe leche cándida y caliente en los ordeñaderos, se trabaja a ratos en los huertos con el azadón o con la barra, hasta que un sudor ejemplar corra por nuestras sienes, se toman baños tonificantes en frígidas quebradas de agua azul, se ambula, por las tardes, entre el ganado rugente y cordial, se duerme, en fin, con la conciencia clara y serena, para volver a empezar al día siguiente.


Sí, hay que conceder que todo eso es hermoso y sencillo. Pero, para el verdadero ciudadano, hay por encima o por debajo de todo eso un algo indefinible, que lo conmueve amargamente cuando se halla en el campo, que lo inquieta y le da la impresión penetrante de que se encuentra solo y abandonado en el mundo, de que es un extraño entre esa naturaleza triste y violenta. De pronto, sentados en el amplio corredor rústico, al anochecer, viendo en frente el cerro sombrío coronado de nieblas tremendas, oyendo el canto agorero de los pájaros de la montaña, la monotonía del piscuís, la dulcedumbre inefable de la tórtola, la flauta mística de los mirlos, ¿no sentís, amigos míos, que vuestra alma se estrangula, abrumada, que el peso enorme de una melancolía trascendental cae sobre vuestros corazones aplastándolos? ¿No pensáis que esa casa, rodeada de extensas soledades, está como perdida en la tierra, enclavada en el infinito, única y olvidada, sin que puedan oírse vuestros gritos en la sombra, ni otras voces os respondan nunca, ni otras luces hogareñas puedan encenderse ya jamás junto a la vuestra, para conseguir calor de vida? ¿No os sentís confusos y atormentados ante ese silencio inaudito, y no os acomete el impulso loco de correr por los campos vastos hacia la ciudad, para oír de nuevo sus ruidos fraternales y hundirse en su ambiente tutelar, humano y cálido? La naturaleza es hosca, es triste, es trágica. El instinto de la sociabilidad, tan poderoso en el hombre civilizado, no es sino la necesidad categórica que tiene cada uno de nosotros de huir de ella, de evitar el contacto con esa entidad monstruosa y taciturna que no comprendemos ni nos comprende, pero que amenaza envolvemos en su ser abismal, insondable.


Nunca os quedéis solos en esas casitas de campo, frente a un monte negro y brumoso, o en medio de extensiones desoladas. A la primera noche tendríais que pegaros un tiro, o huir como niños ante el misterio supremo.

[1] Esta crónica reapareció con el título “Diatriba de la vida campesina”, en El Espectador de Bogotá, el 12 de noviembre de 1922. Luego fue publicada en el libro Gotas de tinta, en 1977.





 
 
 

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